Hay un pasaje en el Cantar de Mío Cid en el que Rodrigo Díaz de Vivar le dice a Alfonso VI: “Muchos males han venido por los reyes que se ausentan…” y el monarca contesta: “Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras”. Con el paso del tiempo “tenedes” derivó en “veredes”, y con esa expresión hoy señalamos con perplejidad o sorpresa muchas de las cosas que ocurren a nuestro alrededor, un equivalente a ¡Lo que hay que ver! Y no resulta extraño que, visto como lucen algunos políticos en los últimos tiempos, vistas las ocurrencias que cada día se desayunan, la ciudadanía se sienta decepcionada, traicionada e incluso hastiada cuando se evidencia que algunos personajes que dicen representarles solo miran por su silla, traducido en un puestecillo que les asegure poder poner un plato caliente a la mesa y poder disfrutar de un sueldo vitalicio si cumplen con un mínimo de permanencia en el cargo público que ocupan. Está pasando con la trifulca en Cataluña entre Junts y ERC. Y está pasando en el gobierno de coalición con PSOE y UP. En el ámbito local, y con la vista puesta ya en las municipales, pocos se atreven a morder la mano de su “socio” aunque para ello haya que disimular sibilinamente, taparse los ojos y mirar para otro lado. Mejor no menearse mucho, no vaya a ser que el castigo en las urnas y la improbable probabilidad de reelección les deje sin silla. Y es que el cortoplacismo en la política me provoca alipori. Con el invierno que se nos viene encima, con la crisis energética, con la inflación desbocada, con la subida de los tipos de interés y con los anuncios de más impuestos a los “ricos”, nos está quedando un país para otros. Porque para los propios, el castigo por trabajar, mejorar, prosperar, pagar los impuestos y cumplir con la debida diligencia, el premio es otro agujero en el cinturón para apretar un poco más.

La austeridad pública es una palabra extraña, poco usada en estos tiempos. El exceso de gasto público, una expresión ignorada para los políticos. Y luego tenemos la austeridad privada, que se basa en subir impuestos para reducir los desequilibrios fiscales. Pues resulta que, en este país, España, en esta comunidad autónoma, Cataluña, y en esta ciudad, Lleida, el gasto de la administración ha ido creciendo y creciendo mientras se aplica la regla de la austeridad privada a los otros, pero no se aplica a los propios. Mientras los emprendedores reinventan el mundo, los políticos siguen reinventando la rueda. Y es que el coste del funcionamiento de las administraciones públicas es disparatado con tantos organismos públicos sobredimensionados, con tantas corporaciones municipales, con entidades dependientes, con tantos consorcios (esa suerte de experimentos híbridos inútiles) y con el entramado de empresas públicas dependientes. Más que organismos públicos, son auténticas agencias de colocación, hoy insostenibles. Necesitamos una dieta burocrática con urgencia, menos impuestos y más racionalidad administrativa. Necesitamos más emprendedores con ideas y menos políticos con ocurrencias. Sería posible, por ejemplo, que la administración pública renegociase los contratos telefónicos, los de suministro eléctrico y de gas, la limpieza, la publicidad, agrupar facturas, pedir ofertas por antigüedad o buscar nuevos proveedores. El margen de ahorro sería sorprendente. La eficiencia y la eficacia de la administración ha de repensarse y para ello la clase política ha de dar ejemplo. Sin embargo, mal ejemplo dan nuestros gobernantes, porque mientras los ciudadanos sufren las consecuencias de la inflación y se vislumbra en el horizonte una crisis económica, los diputados y senadores aprueban una subida en sus salarios y la renovación de los teléfonos móviles de sus señorías. Hay mucha tela que (re)cortar porque el despilfarro y las mamandurrias que soportan los contribuyentes, los ciudadanos, va a ser muy difícil de sostener con las duplicidades y la falta de control en el gasto público. Pero ya se sabe que en política el que piensa y propone, molesta y estorba y, si pone en peligro la supervivencia de los egos superlativos, es definitivamente apartado o silenciado. No se puede ser útil, solo cuenta ser importante. Los problemas reales de los ciudadanos se pasan de puntillas mientras asistimos al enésimo experimento del gobierno más recaudador de la historia. El bautizado como impuesto de solidaridad de las grandes fortunas.  Vaya por delante que el oxímoron del propio nombre es sintomático de la patología que encierra. Porque la solidaridad, el altruismo por obligación, contradice la esencia de la filantropía. No sé yo como va a encajar este “impuesto solidario” con la eventual sobreimposición al patrimonio y al ahorro en las diferentes comunidades autónomas. Y no sé yo como cómo es posible establecer un nuevo tributo mediante Decreto-ley cuando hay que acudir a la tramitación parlamentaria ordinaria, tal y como dispone la Constitución Española. Y es que lo de la igualdad entre los ciudadanos está muy bien sobre el papel, pero ya me explicarán cómo se va a salvar el escollo de la colisión con los actuales Conciertos Económicos con los territorios forales vasco y navarro. Porque claro, si lo que se pretende evitar es la presunta competencia fiscal entre Comunidades Autónomas, tan denostada últimamente, no queda muy bien que se facilite el llamado dumping fiscal de los territorios forales. Es muy fácil y queda muy bien el titular de que los que más tienen, paguen más. Esta fiscalidad selectiva que de forma sibilina se está difundiendo por el ambiente, entraña un peligro real porque, no solo vulnera alguno de los principios esenciales del ordenamiento jurídico, así como del Estado de Derecho, sino que abre las puertas a aberraciones jurídicas. “Cosas veredes, Cid, que farán fablar las piedras”.