Cuando uno se va haciendo mayor y tira de recuerdos, es curioso como siempre viene a la memoria lo mejor de cada instante, o eso es lo que me pasa a mí.

La tarde del 2 de noviembre de 1937, unos nueve bombarderos italianos Saboia S-79 despegaron del aeródromo de Zaragoza para dirigirse a Lleida, en un ataque sorpresa. Según el parte de guerra “nacional”, el objetivo era un puente sobre el río Segre. Por alguna razón desconocida, las sirenas antiaéreas no sonaron la tarde de aquel día, provocando que el bombardeo pillase totalmente por sorpresa a los civiles. En pocos segundos la ciudad se convirtió en un infierno y sus calles en un campo sembrado de cadáveres. Las bombas de los aviones cayeron en numerosos puntos del casco urbano, especialmente en los alrededores del puente Viejo, la calle Mayor, el mercado de San Luís, la sede local del Banco de España y el Liceo Escolar. En esta escuela, más de 60 alumnos de edades comprendidas entre los 9 y los 13 años quedaron sepultados bajo los escombros. Otra de las bombas alcanzó de lleno un autobús repleto de viajeros en medio del puente del río Segre. No hubo supervivientes.

Por supuesto, este no es el recuerdo que yo viví y seguro que tampoco encontraría nada bueno en él, pero el pasado 2 de noviembre se cumplía 78 años de este desgraciado acontecimiento y fui invitado a un acto para homenajear a los pocos supervivientes que quedan. Un recuerdo que nunca he olvidado vino a mi cuando les miré a los ojos.

Tendría yo poco más de 16 años. En aquel tiempo me dedicaba a las labores agrícolas y una de ellas era la recogida de la aceituna junto a los señores Domingo y Argemiro. La costumbre, la cual se ha perdido ya, era la de ayudarnos entre todos los vecinos  para hacer la labor más amena y ahorrarnos una parte considerable de la mano de obra. Recuerdo con especial asombro a Argemiro, un hombre muy peculiar tanto físicamente como personalmente.  Mediría poco más de 1,60 cm, con unos brazos y unas piernas fuertes, una mirada perdida y un carácter que le hacía ser el abuelo que todos hubiésemos querido tener. Era trabajador, risueño y afable, pero eran sus ojos los que te hipnotizaban.

Argemiro pertenecía al grupo de hacer la comida y su mejor y único plato era “el recao”, que consistía en recoger lo que el huerto daba en ese momento: cebollas, patatas, setas, caracoles y tomates. Recuerdo que en una ocasión cogió un pichón que también metió en “la perola”. Nos comíamos ese manjar de una forma muy peculiar, colocando la perola en medio y armados con una cuchara, comenzábamos del borde más cercano de cada comensal y terminábamos en el medio.

Pero lo mejor venia al final. Después de comer y junto al fuego, tanto el señor Domingo como el señor Argemiro contaban sus batallitas y competían entre ellos para ver quien la había hecho más gorda. Un día Argemiro se quedó mirando al fuego. De repente levantó la mirada y comenzó a contar la historia más dura que he escuchado nunca, su paso por la Guerra Civil. Con 19 años le dieron un lanzallamas y después del primer ataque, él era el encargado de pasar por las trincheras y encontrar a los combatientes del bando contrario que se protegían de los ataques aéreos. Su misión era “freírlos”. Esas fueron sus palabras textuales. Explicaba que nunca se olvidaría del olor a pelo y carne quemada. Después de contar la historia, se volvió hacía el fuego y empezó a llorar como un niño. Como decía Bonaparte, el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla.

 

José María Córdoba, concejal de C’s en el Ayuntamiento de Lleida